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Cuentos Costumbristas de Bolivia

El Guajojo

En lo prieto de la selva y cuando la noche ha cerrado del todo, suele oírse de repente un sonido de larga como ondulante inflexión, agudo, vibrante, estremecedor. Se diría un llanto, o más bien un gemido prolongado, que eleva el tono y la intensidad y se va apagando lentamente como se apaga la vibración de una cuerda.

Oírle empavorece y sobrecoge el ánimo, predisponiéndole al ondular de lúgubres pensamientos y al discurrir de ideas taciturnas. Se dice que han habido personas que quedaron con la razón en mengua y punto menos que extraviadas.

Se sabe que quien emite ese canto es un ave solitaria a la que nombran de guajojó por supuestos motivos de onomatopeya. Son pocos los que la han visto, y esos pocos no aciertan a dar razones de cómo es y en donde anida. Refieren, eso sí, la leyenda que corre acerca de ella y data de tiempo antañones.

Erase que se era una joven india bella como graciosa, hija del cacique de cierta tribu que moraba en un claro de la selva. Amaba y era amada de un mozo de la misma tribu, apuesto y valiente, pero acaso más tierno de corazón de lo que cumple a un guerrero.

Al enterarse de aquellos amores el viejo cacique, que era a la vez consumado hechicero, no hallando al mozo merecedor de su hija, resolvió acabar con el romance del modo más fácil y expedito. Llamó al amante y valido de sus artes mágicas le condujo a la espesura, en donde le dio alevosa muerte.

Tras de experimentar la prolongada ausencia del amado, la indiecita cayó en las sospechas y fue en su búsqueda selva adentro. Al volver a casa con la dolorosa evidencia, increpó al padre entre sollozo y sollozo, amenazándole con dar aviso a la gente del crimen cometido.

El viejo hechicero la transformó al instante en ave nocturna, para que nadie supiera lo ocurrido. Pero la voz de la infortunada pasó a la garganta del ave, y a través de ésta siguió en el inacabable lamento por la muerte del amado. Tal es lo que referían los comarcanos sobre el origen del guajojó y su flébil canto de las noches selváticas.

El carreton de la otra vida

Mucho se ha escrito acerca de este adminículo fantasmal y paisano, dando rienda suelta a la imaginación y apelando a las mejores galas literarias. Poco o nada es, pues, lo que queda por decir de él, como no sea repetir lo ya dicho por otros con belleza y donosura, éstas difíciles de imitar por quien no posee los dones necesarios. Salvo que se quiera volver a la tradición pura, tal cual la refieren o, más propiamente, la referían las gentes del pueblo, y es lo que pretende quien teje en este telar de antiguallas.

En las noches cerradas y sobre todo en las de “Sur y Chilchi”, se dejaba oír de pronto en lo soledoso de la campiña un agudo chirriar de ejes y un fuerte restallar de látigo

,

que hacían crispar los nervios de las buenas gentes y entrar en natural espanto. Mayores eran la turbación y el temor cuando tales ruidos eran percibidos en campo raso y el cuitado descabezaba un sueño en la pascana, junto a su jato carretero y sus bueyes.

Rechino y trallazo se escuchaban entonces con más fuerza y como si el ente y el artefacto que los producían caminasen por cerca y estuvieran a punto de pasar por delante de la pascana.

Alguna vez se alcanzaron a percibir las voces del lúgubre carretero que instaba a las yuntas, y era su tono gangoso, aflautado, hipante, como no es capaz de modular ninguna garganta humana.

Si al rasgar el cielo un relámpago el campo se iluminaba súbitamente y el cuitado viajero tenía tiempo y valor para echar un vistazo, la figura del carretón fantasma se escorzaba apenas, como hecha con líneas ondulantes imprecisas.

Aunque visión campera por excelencia, no faltó vez en que se mostró en la propia ciudad, bien que a la parte de afuera y precisamente en la calle -entonces apartado y desierto callejón- que pasa por delante del cementerio. Más de un trasnochador y parrandero acertó a columbrarlo, cuando entre crujidos y estridores discurría con dirección al Lazareto.

Pero cierta noche de perros en que las sombras se apelmazaban y aullaba el viento, un prójimo dio de manos a boca con la aparición. Salía de una casa vecina, después de haber corrido en ellas largas horas de diversión copiosamente regada. Los vapores etílicos que le ocupaban la azotea le habían puesto en la condición de bravo entre los bravos y capaz de enfrentarse con cualquier peligro.

Al ver el carretón deslizarse sobre el arenoso suelo de la calle se lanzó hacia él, resuelto a saber cómo era. Lo supo al instante, de una sola ojeada. Pero de carretón ¡ay!, sólo tenía la traza. Las estacas estaban constituidas por tibias y peronés de esqueleto y en lugar de teleras asomaban costillas descarnadas. Del carretero sólo se veía la cara, si tal puede llamarse a una horrenda calavera, dentro de cuyas cuencas vacías algo brillaba y centelleaba como las brasas de un horno.

Ante la contemplación de semejantes horrideces, el hombre sintió que la tranca se le iba de un salto. Y no pudiendo más con lo que tenía por delante, echó a correr despavorido. Y gracias a Dios que llegó con bien a casa.

Donde el diablo perdio su poncho

Don Lorenzo Cuéllar, prominente vecino de Warnes (léase Urbanes, a la usanza de la época), era una especie de caja de caudales en lo que respecta a dichos y dicharachos. Los largaba por montones, cualquiera fuese el tema de conversación y cualquiera su interlocutor, como quien distribuye bienes de fortuna, de los que quiere hacer merced en prueba de munificencia. Cuando venía “al pueblo”, y los periódicos de ese entonces no dejaban de saludarle en la columna del Social, visitaba entre los primeros a quien era su amigo y patrocinante de litigios judiciales: el entonces joven y ya prestigioso jurista Rubén Terrazas.

Cierto día cupo a quien esto escribe, niño a la sazón, la suerte de escuchar el diálogo que sostenían el viejo hacendado y el joven letrado. Hablaban al parecer de alguien ofrecido como testigo en el pleito sobre unas tierras que don Lorenzo sostenía con cierto vecino suyo.

-¡Oh! -musitó el fidalgo urbanense-. A éste no va a poder citárselo dentro del término de ley, porque vive lejos, muy lejos… Donde el diablo perdió el poncho.

El culto pero curioso letrado apuntó seguidamente, entre burlón y serio:

-Le he oído varias veces expedirse con ese dicho. ¿Puede Ud. indicarme, don Lorenzo, dónde queda ese lugar?.

-Por allá, por allá… Yo mismo no sé exactamente adónde. En todo caso a muy larga distancia de aquí, y en un paraje que sólo conoce poca gente.

-Si no conoce bien el lugar, estoy seguro de que conoce la historia. Es ocasión de que me la cuente.

-Con el mayor gusto, mi doctorcito. Aquí va la historia, tal como me la contó taita, y a éste el suyo y así sucesivamente.

Hace ñaupas vivía en su establecimiento un señor de los que en clase de cañeros y en condición de solterones cambian cada noche de colchón y muelen a dos y hasta a tres pailas. Demás está decir que ningún colchón era el de su cama propia y ninguna paila le había sido dada con bendición y latines de cura.

Vivía, pues, en pecado mortal y sin intención alguna de apartarse de éste. Con decir que no iba al pueblo sino a la muerte de un obispo, está dicho que no oía misa y con expresar que se pasaba las noches zangaloteando, queda expresado que no ocupaba su tiempo en rezos. Al saberle así, la gente murmuraba de él que era candidato seguro al infierno.

Cierto día le cayó a casa un forastero en calidad de alojado. Era un tipo joven y buen mozo, y desde que llegó hasta que se puso en camino de irse, no aflojó el poncho que llevaba puesto: Un poncho colla a franjas, grueso y tieso, que le cubría desde el cuello hasta los morocos. Con el achaque de que su mula estaba despiada, se quedó durante días en el “establecimiento”.

Poco tardó en ganarse la voluntad del dueño y, lo que es más, su confianza. Al fin consiguió aquello tras de lo cual había venido: Llevarse al dueño de casa por camino largo y con pretexto de venderle una estancia que dijo tener allá a la distancia. Partieron los dos bien montados, el uno con su cómoda chaqueta viajera y el otro embutido en su poncho.

Nadie sabe de qué trataron en el camino, ni qué hizo el uno con respecto al otro. Nada propio de cristianos debió de ser, si se juzgan las cosas por las que después sobrevino. El hecho es que seguían tirando para adelante, cada vez por más lejos de los trechos conocidos.

Entre tanto una de las prójimas que el campesino tenía en casa y molía con él en la molienda, entró en serios temores acerca de él. Desde un comienzo el emponchao no le había caído en gracia, y con esta prevención empezó a abrigar recelos en su contra. Tales recelos se hicieron mayores con la inesperada partida de ambos. Y tanto, que al día siguiente determinó ir en su alcance.

Guapa, valiente y práctica en monturas y viajes, como era, ensilló un caballo y salió al trote largo tras de los caminantes. Sin aflojar el trote, sino para echarle al galope, le fue suficiente ese día con su noche para lograr el arriesgado intento.

Era ya día claro cuando dio con ellos, en momentos en que se disponía para proseguir la marcha. Colocándose frente a los dos se dirigió a su conjunto, gritándole como angustiada:

-¡Ni un paso más, o te perdés pa siempre!.

El del poncho se apresuró a replicar, entre calmoso y ofendido:

-¿Quién sos vos para impedir a éste que vaya conmigo?.

La mujer alzó entonces el grito:

-Te conozco a vos: ¡Sos el mismo Mandinga!.

Al decir esto hacía la señal de la cruz, enérgica y no muy devotamente que se diga. El sujeto empezó a recular protegiéndose los ojos con la mano y el antebrazo.

La mujer llegó a mayores efectividades. Esgrimiendo el talero que tenía en la mano empezó a descargar sobre seguro una lluvia de latigazos. No necesitó de mucho para lograr su objetivo. El diablo, pues se trataba de éste, vivito y coleando, emprendió la fuga. Y con tanta precipitación hubo de proceder, que dejó prendido el poncho en una rama.

Fue así de cómo una mujer pudo más que el diablo, quitándole su presa y haciéndole perder el poncho. De allí viene el dicho, aunque no se mencione el hecho de haber sido una mujer la autora. Mejor así, para que la dignidad del hombre no sea tenida a menos.

Al decir este último, al tuno de don Lorenzo le florecía una sonrisa picaresca tras de los bigotazos rebeldes.

Bibliografía

 Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
 Hernando Sanabria Fernández.




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eandia20.December.2011 9:09

Cuentos que en la historia de santa cruz se pierde en el tiempo.
Espero que todos aporten a la cultura

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